Paisaje Lingüístico, una manera de hacer visible a la comunidad mazahu

Por Carlos Trejo Serrano

México, 1 Ene (Notimex).- La pequeña comunidad mazahua del Barrio de Santa Martha del Sur, ubicado al sur de la Ciudad de México, es un ejemplo de cómo en unión es posible enfrentar cualquier acto de discriminación y, al mismo tiempo, reconstruir el tejido social.

Seguras de sí mismas y orgullosas de su grupo étnico, las señoras Rosa Sámano y Mercedes Santiago, acompañadas de la pequeña América, visten sin temor sus coloridos trajes indígenas y recorren los estrechos pasillos de esta colonia popular de la delegación Coyoacán.

Estas mujeres son parte de los primeros mazahuas que en los años 50 migraron de cinco municipios de Michoacán hacia la capital mexicana, toda vez que tiempo atrás fueron excluidos de los terrenos ejidales que establecieron las autoridades.

Otros factores que las obligaron a salir de sus lugares de origen son la marginación, pobreza, desigualdad y la falta de oportunidades. “Me vine para trabajar cuando tenía 15 años y uno año después me casé”, cuenta Rosa Sámano, quien lleva ya casi 60 años en esta gran urbe.

La tía Rosa, como le dicen en esta comunidad, es originaria de Crescencio Morales, Zitácuaro, y comenta que la otra razón fue porque sus primeros hijos tenían problemas de salud y “allá no había doctores; solo les daba pura hierba. Después me fastidió ir y venir a la ciudad; entonces decidí quedarme porque estaban mejorando”.

Mercedes Santiago también migró de aquel poblado hace 40 años y recuerda que este pequeño barrio era entonces un terreno baldío, con pequeñas casas hechas de lámina de cartón, madera, lona y una que otra de tabique.

También, indica, en esta zona existían sembradíos y un pozo de agua. “Todas nos íbamos a lavar allá porque no había agua de la llave y la poca que caía era insuficiente; nos tardábamos horas en llenar las cubetas”.

“Nosotras luchamos ante las autoridades para pedir y tener mejores casitas”, dice la mujer de 55 años, quien también traduce a Notimex cada comentario en su lengua natal y añade que esta comunidad pelea ahora por obtener las escrituras.

Además de albergar a la tercera generación de esta comunidad migrante mazahua, este pequeño barrio luce hoy diferente y, entre su diversidad cultural y el bullicio y frenesí de la Calzada Taxqueña, resaltan unos 60 letreros en lengua mazahua colocados en varios puntos.

Es casi imposible no detenerse a leerlos: Ba Enji Na Jo’o (Bienvenidos) expone una placa de madera puesta en la entrada principal de una de las casas de concreto. Como éste hay otros en cada anden, esquina y comercio para hacer referencia a sus nombres.

“Es para identificarnos, usar nuestra lengua materna en cada actividad diaria, no olvidar de dónde venimos y evitar que pueda perderse (la lengua), como ha ocurrido con otros pueblos”, subraya Santiago Sámano mientras alista una danza típica de su pueblo natal.

Al respecto, el director general adjunto Académico y de Políticas Lingüísticas del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (Inali), Antolín Celote Preciado, explica que se trata del programa “Paisaje Lingüístico” para que este grupo indígena tenga topónimos y nomenclaturas en su lengua originaria.

“Esta es la mejor forma de preservar la lengua materna y las tradiciones”, insiste el funcionario, al señalar que, de acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), en México hay por lo menos 133 mil hablantes de la lengua mazahua.

De forma histórica, acota, los mazahuas están concentrados en 14 municipios del Estado de México y cinco de Michoacán, empero, han sido desplazados a ciudades como la de México, Tijuana, Monterrey y Guadalajara, por la mala situación económica y la privatización de las tierras.

Incluso, abunda, los problemas orillaron a esta población a irse hasta Chicago, Los Ángeles, San Francisco y San Antonio, en Estados Unidos, “Se calcula que en el Siglo XXI puede haber un millón de mazahuas, pero un porcentaje elevado ha perdido su lengua y su vínculo histórico con la comunidad”, recalca Celote Preciado.

Las estimaciones indican que en la capital mexicana hay unos 100 mil mazahuas; muchos de ellos son albañiles, vendedores ambulantes, choferes de taxis y otros pocos son profesionistas.

La señora Mercedes reconoce que si bien entre las mujeres adultas de este grupo de mazahuas hablan su lengua originaria, cometieron el grave error de no enseñarles a sus hijos, pues -asegura- enfrentan cada vez más la discriminación en la Ciudad de México.

“La gente nos mira, murmura y critica al escucharnos hablar mazahua”, expone y después lamenta que el rechazo las obligue a quitarse su vestimenta indígena para evitar los comentarios e incluso para recibir atención médica en los centros de salud.

La Encuesta Nacional de Discriminación en México (Enadis) 2010 revela que 59 por ciento de las personas no habla de su pertenencia a un pueblo indígena cuando buscan empleo o tratan con organizaciones ciudadanas.

Mientras que 62 por ciento oculto su origen étnico al solicitar apoyo público o privado y 63 por ciento lo hizo cuando buscaron algún tipo de servicios ante las autoridades.

Celote Preciado coincide en que los actos de discriminación y estereotipos son los mayores obstáculos para las personas indígenas. “Para erradicarlos, necesitamos construir una nueva cultura de convivencia y de relaciones equitativas porque todos somos importantes para este país”.

El Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) abrió 76 expedientes, de 2011 y hasta febrero de 2016, por presuntos actos de discriminación hacia personas indígenas. La principal causa fue el origen étnico, con 87 por ciento de los casos reportados, y 34 por ciento de las quejas son de la Ciudad de México.

Santiago Sámano añade que las mujeres de esta comunidad se reúnen ahora para enseñar esta lengua a sus nietos, pero “a los pequeños les cuesta trabajo aprenderla porque no les enseñamos desde que empezaron a hablar”.

Después, las señoras Rosa Sámano y Mercedes Santiago, acompañadas de 15 niñas, jóvenes e indígenas adultas, forman dos filas para bailar vestidas con una blusa y una falda llamada chincuete que es sujetada con faja tejida, un delantal y rebozos confeccionados por ellas mismas. En tanto, un hombre con una mascará de lobo y bastón pasa a su alrededor para agruparlas.

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