Nuestro cuerpo no es una máquina que deja de funcionar cuando le falta “combustible”, sino que sigue buscando alimentos donde no los hay. Tu organismo, sin duda, necesita energía. Aguantar el hambre no es la solución para perder peso pero, además, afectas tus genes.
Cuando mueres de hambre, tu cuerpo empieza a consumir glucógeno (una molécula de almacenaje de energía), y se descompone en glucosa, la fuente primaria de nuestro “combustible”. Cuando comemos, solemos usar glucosa, que se transforma en energía o se almacena en el hígado o el músculo para un posible uso futuro. De esta energía, el 25 por ciento (1/4 parte) es solo para el cerebro, y el resto para nuestros músculos y células sanguíneas. Podemos aguantar así, sin buscar más glucosa, solo unas 6 horas.
Pasadas 6 horas, el organismo entra oficialmente en cetosis, descomponiendo las grasas para poder usar su energía y dando lugar al principio de la inanición. Aquí ya no queda glucógeno, y toca romper las grasas para usar los cuerpos cetónicos. Esto puede parecer bueno, pero a nuestro cerebro no le gusta nada. Las cosas se complican. Cuando tu cuerpo siente hambre, se pone en modo de estrés, ya que no sabe cuánto tiempo durará la falta de comida. El hambre provoca antojos y los antojos provocan, inevitablemente, el consumo de calorías poco sanas. Pero hay algo más que tu cuerpo hace cuando tiene hambre y que es aún peor, empieza a quemar tejido corporal.
Cuando te matas de hambre unas cuantas horas, tu cuerpo empieza a guardar y proteger la grasa de manera instintiva y, por supuesto, por más ejercicio que hagas, no notarás gran diferencia. Por si fuera poco, investigadores de la Universidad de Brown y de la Universidad Médica Harbin, en China, descubrieron que el hambre tiene efectos directos en la genética, provoca afecciones como hiperglucemia y diabetes tipo 2.